31 diciembre, 2007
EL CATOLICISMO POPULAR Y LA LAICIDAD
EL CATOLICISMO POPULAR Y LA LAICIDAD
Dr. José Luís González M.
Antropólogo social
INAH/ENAH, MÉXICO
Las relaciones entre religiones populares y cultura laica han tenido poca cabida en los estudios de la religión desde las ciencias sociales.
Vamos a acercarnos a ese entorno temático desde tres entradas poco usuales.
Por lo pronto partimos de la convicción un tanto insolente de que la cultura laica no se tejió únicamente desde la instauración de los estados no confesionales. Los mercaderes se adelantaron a los políticos modernos por unos cuanto siglos. La relación entre religión y mercado permite otra forma de acercamiento al proceso histórico que conduce a la laicidad moderna.
Si una parte importante de la cultura laica ha tenido que ver con la limitación del poder eclesiástico y clerical, para abrir un espacio social incluyente de la diversidad, entonces una variante de esa laicidad tiene que ver con los otros laicos que integran el catolicismo popular cuya historia ha estado marcada por la resistencia y oposición a la pretensión del clero de controlar monopólicamente el campo religioso. Aunque un tanto paradójico, éste ha sido otro frente de la batalla en el ascenso hacia la laicidad.
Finalmente, constituido el paradigma político del estado laico, es necesario considerar las diferentes formas en que se ven afectados los distintos ámbitos de la Iglesia Católica que siempre se presentó como monolítica aunque nunca lo fue. Definitivamente, el Estado Laico no tuvo como contrincante al pueblo sino al aparato eclesiástico y, en buena medida, la cultura laica pasó por encima de las tradiciones y creencias del catolicismo popular. Si Fidel Castro es santero, ¿por qué los políticos laicos del Perú o de México no podrían seguir siendo devotos del Señor de los Milagros o de la Virgen de Guadalupe?
El catolicismo popular[1]
El estudio de la naturaleza y función del catolicismo popular se ubica en lo que podría ser la encrucijada de la historia, las ciencias sociales, la teología y el análisis organizacional de la Iglesia Católica. Es un tema que – encajando con lo que podemos llamar con F. Braudel la larga duración. – tiene que ver con identidad, con procesos sociales muy profundos, con el desarrollo de los modelos institucionales, pero también está estrechamente ligado a la formación de las estructuras sociales que han acompañado a Occidente a lo largo de muchos siglos. Lo anterior puede quedar más claro si lo decimos en estas palabras: salvo muy contadas excepciones, las formas de cristianismo popular de todas las épocas han nacido y se han desarrollado entre los sectores más pobres y marginales de la sociedad como fueron los siervos de la Edad Media, los pobres de las ciudades feudales, los indios y esclavos de la colonización de América, los miserables del Siglo de las Luces, los campesinos y proletarios de la revolución industrial, los campesinos y obreros del siglo XX, los indios, mestizos, negros y mulatos de la América Latina actual y los portadores de las infinitas formas de sincretismos cristianos en África y Asia. Por eso no puede entenderse el catolicismo popular sin referencia a las estructuras culturales, políticas, económicas y sociales que han acompañado históricamente la formación de las prácticas religiosas populares entre los marginales de todos los tiempos de la historia del cristianismo. Tal experiencia religiosa no puede reducirse a tales estructuras pero éstas son indispensables como referencia analítica para entender toda la complejidad sociocultural de las religiones populares.
Lo que distingue y, por momentos, opone la Religión Popular y la Religión de las Élites, no es, ante todo, el grado de elaboración de las ideas religiosas, sino las distintas prácticas históricas y las diversas posiciones sociales y culturales desde las cuales se elaboran sus respectivas experiencias religiosas. La Religión Popular es lo religioso sistematizado o reinterpretado desde las condiciones históricas de la marginalidad de grupos humanos que tienen muchas cuentas pendientes respecto a la cultura hegemónica y a los poderes constituidos; o, dicho en otra forma, toda religión popular conlleva un proceso de apropiación de la religión oficial mediante el cual se reinterpretan algunos elementos de la tradición hegemònica (Gran Tradición) de manera que sean funcionales a la condición de marginalidad y desamparo multifacéticos en que viven las masas su experiencia religiosa (pequeña tradición). Un ejemplo de este proceso puede verse en nuestra reciente obra “Los combates por la identidad. La cultura de resistencia afroperuana” (Melgar/Gonzàlez 2007).
Por eso, sólo dialécticamente es posible analizar con propiedad el fenómeno del catolicismo popular. Si esto es así, explicar la Religión Popular debería ser, en primera instancia, explicitar cómo ella, en sus diversas construcciones históricas y culturales, es funcional a los diversos procesos de afirmación, resistencia o identificación de los sectores populares o étnicos, ubicados en la marginalidad dentro de la dialéctica de las relaciones asimétricas que mantienen con las culturas, poderes e instituciones hegemónicos y centrales. Por tanto con la expresión religión popular nos referimos a aquellas creencias y prácticas religiosas que están ubicadas fuera de los límites de las creencias y prácticas que una sociedad dada declara como ortodoxas, oficiales y políticamente correctas (González 2002:66). En otras palabras, podemos decir que religión popular es un término usado, entre otras cosas, para poner de manifiesto la negación (o al menos la insuficiencia) de lo que una sociedad juzga ser las legítimas representaciones y expresiones de la religiosidad.
Las formas populares del cristianismo empezaron a configurarse con las invasiones de los bárbaros en Europa (s. IV) y con la instalación de sus culturas en el orbe cristiano. En el proceso tuvo mucho que ver el rapto del evangelio por parte de la teología cristiana y sus dogmas, estructurados sobre los núcleos duros y elitistas de la rigurosa filosofía griega. La teología cristiana jamás fue parte del saber de los sencillos que supieron asimilar y organizar en su dinámica cultural y desde el saber del sentido común algunos elementos básicos de la predicación de los monjes misioneros.
Mientras la teología y la institución eclesiástica, desde muy pronto, tuvieron como su mayor preocupación fijar los dogmas y definir verdades, el cristianismo popular tuvo como máxima necesidad rescatar de sus creencias elementales algún sentido para la vida y alguna fuerza para la sobrevivencia. Por eso, lejos de fijarse y anclarse en realidades inmutables y obligatorias, ha estado reformulándose constantemente al ritmo del contacto histórico de lo que ha sido la tradición cristiana con las diversas culturas pero, sobre todo, rescatando sentido y fuerza ante las diversas circunstancias que pesaban sobre las vidas de los cristianos más pobres y marginales.
Pero además el catolicismo popular de hoy tiene que ver con el fenómeno de lo que es la posmodernidad y la crítica a los grandes relatos que, a modo de marcos teóricos totalizantes pretendieron ser la explicación (política, social, económica o religiosa) del conjunto de la experiencia humana. De esta revisión crítica no se salvan las instituciones que los sustentaron hasta la segunda mitad del siglo XX. Tampoco las iglesias entendidas en este caso como los aparatos administrativos de las religiones.
Se puede decir que la nueva coyuntura neoliberal y postmoderna está siendo propicia para el catolicismo popular:
El movimiento de regreso a las identidades locales, a lo básico, a lo inmediato y a lo efímero que propició la cultura postmoderna, de alguna manera, encontró al catolicismo popular en donde siempre había estado: en las localidades. Precisamente por esto es que reconocemos indiscutibles encuentros entre el ethos de la cultura del catolicismo popular y la que esboza Maffesoli (2000) al describir su Tiempo de las Tribus.
En este sentido antes que político, económico o social, el tribalismo es un fenómeno cultural. Verdadera revolución espiritual. Revolución de sentimientos que ponen el acento en la alegría de la vida primitiva, de la vida nativa. Revolución que exacerba el arcaísmo en lo que tiene de fundamental, estructural y primordial. Todas las cosas –estaremos de acuerdo- que están muy alejadas de valores universalistas o racionalistas propios de quienes ostentan el poder. Yo he señalado frecuentemente que se puede caracterizar la posmodernidad por el regreso exacerbado del arcaísmo. Y esto es lo que choca más a la sensibilidad progresista de observadores sociales. El Progreso lineal y asegurado, causa y efecto de un evidente bienestar social está siendo remplazado por una suerte de retorno al tiempo de las tribus. En este nuevo paradigma, se ingresa pero no se progresa. He aquí lo que me parece estar en juego para nuestras tribus contemporáneas, ellas no tienen un fin que alcanzar; no tienen proyecto económico, político o social que realizar. Prefieren entrar en el placer de estar juntos, entrar en la intensidad del momento, entrar en el gozo del mundo tal como es (Maffesoli 2000:.VII)
Es precisamente por esta diferente lógica cultural por lo que la pérdida de autoridad, poder y capacidad de convocatoria de los aparatos eclesiásticos no ha afectado sensiblemente a las líneas de liderazgo y a los sistemas de cargos (alferados en el Perú y mayordomías en México) del catolicismo popular. Los ministerios del catolicismo popular tienen como referencia casi exclusiva a la comunidad que constituye su sujeto social y siempre miran hacia dentro, hacia su identidad y reproducción.
El catolicismo popular parece mejor dotado para resistir las consecuencias tanto de la crisis de los paradigmas de la modernidad ( la cual, en muchos aspectos, no alcanzó) como la desconfianza frente a los grandes relatos de la modernidad.
Su relativa autonomía histórica y cultural frente a la institución eclesiástica, le está permitiendo sortear mejor los efectos de la relativización y pérdida de presencia social de los aparatos eclesiásticos. Pero también, atrincherado en su autonomía histórica y marginalidad institucional, pudo salir ileso de la ofensiva de autoritarismo del pontificado de Juan Pablo II[2]. Su autonomía organizacional le ha permitido vivir al margen y a salvo de los cambios de orientación y de proyecto pastoral que, en muchos casos, terminaron con las CEBs. y aislaron a la corriente de la Teología de la Liberación. Por otra parte, su articulación en torno a la identidad local, étnica y territorial lo constituye, en cierto modo, en un baluarte frente a la monotonía cultural tanto de la Iglesia Universal (católica) como de la globalización.
Es claro que la secularización y la conectividad compleja que caracterizan a la globalización han afectado a las formas y esquemas del catolicismo popular. En Perú y México, la principal vía de este impacto ha sido el incremento del pluralismo y la diversidad en el mapa religioso de las respectivas sociedades. Sin embargo el efecto visual más aparente de este fenómeno no se percibe en las manifestaciones de la religión popular sino en la creciente insignificancia del aparato eclesiástico y en sus templos cada vez menos frecuentados.
En términos generales, globalización, cultura postmoderna, irrupción de nuevos paradigmas y sobre todo, la explosión del derecho al pluralismo y las diferencias, no afectan por igual a todo el campo religioso. Nuestros análisis y las predicciones al respecto deberían ser prudentes y evitar las generalizaciones.
En México, por ejemplo, mientras que no se ven llegar los relevos para ciertas cátedras de teología de avanzada y son recurrentes los lamentos jerárquicos por la falta de vocaciones ministeriales, las listas de espera de algunas mayordomías populares llegan hasta el año 2040.
Religiones populares y mercado
Es cierto que la religión nunca ha estado al margen del mercado. Los templos fueron la primera expresión de la centralización económica y del acopio de ofrendas tributarias. Sin embargo, a aquella fase en que el mercado era parte de la actividad de los templos y los bienes tenían una esencia de ofrendas para los dioses, ha sucedido, en nuestro tiempo, otra en la que el mercado se ha convertido, quizás, en el principal factor de la secularización de la vida y de la laicidad. Históricamente, el Estado Laico se hace necesario, por un lado, con el ascenso del pluralismo de formas religiosas antagónicas en el siglo XVI europeo; por otro, con la consolidación de la subjetividad individual que permitía vislumbrar, ya entonces, la futura libertad de conciencia. Anteriormente, durante la Edad Media, el pluralismo religioso apareció cada vez que una herejía sacudía las conciencias, desafiaba a la Iglesia y cimbraba la unidad religiosa de la sociedad. Pero faltaba el segundo factor y, por tanto, todo concluía con el aplastamiento de los disidentes. Hasta que con el rey francés Luis XIV, en la Francia sangrientamente dividida entre católicos y protestantes (ambos bandos compuestos por ciudadanos franceses) fue necesario formular la Razón de Estado como principio meta-eclesiástico (por encima de las iglesias en pugna) que posteriormente se convertirá en supra-religioso cuando se formulen los principios del Estado Laico Moderno. Retomaremos este punto más adelante.
En este momento nos interesa subrayar algo que pocas veces se ha profundizado. Mucho antes que la política, fue la economía la que puso las bases de la práctica de una convivencia laica de las diferentes creencias y filosofías. Los banqueros y los mercaderes medievales comprendieron pronto que no era negocio detenerse ante las barreras religiosas. Para la mayoría de ellos parece que lo importante no eran los principios explicativos e ideológicos en los que descansaba el ser de la sociedad sino los principios prácticos en los que se basaba su operar y su funcionamiento. Ninguna sociedad como la española de los siglos VIII-XV constituye un ejemplo tan claro y generalizado de esta práctica económica de la laicidad supra-religiosa ejercida entre creyentes de los tres grandes monoteísmos (judaísmo, cristianismo e Islam). Con sus limitaciones de tiempo, espacio y forma, sin duda es éste el primer ejemplo de una cultura de laicidad incluyente que permitía la articulación suprarreligiosa de la sociedad en uno de sus campos vitales.
Esta relación entre mercado y religión sigue vigente bajo nuevas formas.
Cuando M. Weber concibe la sociedad como un gran mercado en el que se intercambia todo tipo de bienes simbólicos, no olvida incluir a la religión y sus especialistas como parte de ese proceso productivo y comercial. Pero sus tesis no solo pusieron de manifiesto la posible influencia de la religión en la evolución del mercado y el sistema económico como lo hace en su Ética protestante y Espíritu del capitalismo (1984) y en la construcción de sus tipos ideales de liderazgo religioso (sacerdote, profeta y brujo) (Weber 1979), sino también la influencia inversa del mercado en la religión al obligarla a adecuaciones inevitables. Así encuentra en el nacimiento histórico de un cuerpo de especialistas de lo religioso el fundamento de la autonomía relativa (que el marxismo también le concedió sin sacar las debidas consecuencias) de la religión. Esto conduce al corazón mismo del sistema de producción de la ideología religiosa (por parte del grupo de especialistas), es decir de la transformación y transfiguración de las “relaciones sociales” en “relaciones sobrenaturales” y, por tanto, inscritas en la “naturaleza” de las cosas y en la “voluntad” de los dioses. Es precisamente en este punto donde las “funciones sociales” de Durkheim se convierten en las “funciones políticas” que cumple la religión para las diferentes clases sociales de una determinada formación económica y social.
Esta última perspectiva la llevó a mayor profundidad Bourdieu, en su texto sobre la Génesis y Estructura del Campo Religioso[3]. Como es sabido, en este ensayo que pertenece a los clásicos modernos, siguiendo en esto de cerca a Weber, ubica la génesis del campo religioso en la constitución de un cuerpo monopólico de especialistas en la producción y gestión de los bienes simbólicos religiosos que logra despojar a los laicos de sus competencias tradicionales ejercidas en la fase anterior del desarrollo social.
Uno de nuestros importantes puntos de discrepancia con el marco conceptual de Bourdieu – sin negar sus méritos a los que recurrimos con frecuencia – es el que se refiere al hecho de dar por establecido que el cuerpo sacerdotal consigue imponer la legitimidad tanto de su monopolio como del despojo que los laicos han sufrido de su capital simbólico y que los laicos, por ignorancia o impotencia, se resignan al hecho. Desde nuestro punto de vista esto sólo se logra en forma parcial y nunca irreversible. Al menos en la historia del cristianismo occidental que Bourdieu parece tener especialmente en cuenta, tal legitimación no llegó nunca a ser ni total ni definitiva. Creemos que toda la historia del cristianismo popular que empieza a configurarse precisamente cuando se hace religión imperial y el cuerpo sacerdotal y teológico asume el rol legitimador del imperio con la visión providencialista de la Historia de San Agustín, es un testimonio de la disconformidad permanente de los estratos populares frente a un campo religioso que, formalmente, ha sido acaparado por la elite jerárquica e intelectual. Y es precisamente esta divergencia que perdura hasta el siglo XXI lo que permite entender el diferente impacto que la globalización, la postmodernidad, el mercado y la cultura laica tienen sobre los diversos ámbitos del catolicismo.
Es evidente que el campo religioso está siendo afectado por el nuevo imaginario cultural de la postmodernidad. Hoy, en el entorno de la globalización, tanto pesa la explosión de las oportunidades como la generalización del riesgo. Si la primera propicia la urgencia de la codicia, la segunda genera un estado de ánimo de inseguridad frente a la gran decepción que ha sedimentado la tecnología y las promesas incumplidas de la primera modernidad. Este escenario crea condiciones peculiares para el mercado religioso tanto desde el punto de vista de la oferta como de la demanda.
La crisis de los paradigmas solemnes y totalizadores, así como el desmoronamiento de los granes relatos que supuestamente los sustentaban, impulsan a una actitud del “sálvese quien pueda y mientras pueda”.
Las instituciones que administraban los grandes relatos y proporcionaban cierta seguridad, se desmoronan, se fragmenta su capital de autoridad y pierden influencia.
La modernidad y la tecnología han socavado lo esencial (ecología, salud de las relaciones sociales y las bases de la convivencia humana) y nos lo han cambiado por lo secundario y efímero ( el inmediatismo del consumo del confort y la opulencia).
La creciente movilidad social ha venido acompañada de una intensa experiencia de desarraigo, así como la eclosión de oportunidades ha hecho más lacerante la terrible desigualdad de las posibilidades reales de tener acceso a ellas.
Algunos de los factores anteriores han incidido en hacer patente y exacerbar un real conflicto de civilizaciones que al poner en tela de juicio el paradigma tradicional de las relaciones internacionales, invitan a un repliegue hacia las culturas locales. En este repliegue las religiones populares – como ya se ha mencionado – hallan un coyuntural fortalecimiento de sus funciones tradicionales (autonomía del poder institucional más debilitado y refuerzo de sus relaciones con la identidad y cultura locales). Todo esto ocurre en un escenario irreversiblemente diferente caracterizado por la transición de la sociedad de producción a la de consumo, marcada, entre otras cosas por el poder omnímodo y omnipotente del mercado, tal como señala Manuel Castells:
Es un periodo histórico caracterizado por una revolución tecnológica centrada en las digitales de información y comunicación, concomitante, pero no causante, con la emergencia de una estructura social en red, en todos los ámbitos de la actividad humana, y con la interdependencia global de dicha actividad. Es un proceso de transformación multidimensional que es a la vez incluyente y excluyente en función de los valores e intereses dominantes en cada proceso, en cada país y en cada organización social. Como todo proceso de transformación histórica, la era de la información no determina un curso único de la historia humana. Sus consecuencias, sus características dependen del poder de quienes se benefician en cada una de las múltiples opciones que se presentan a la voluntad humana. La revolución de la información tecnocrática y la ley del mercado se refuerzan la una a la otra. En ambos casos, desaparece la sociedad como proceso autónomo de decisión en función de los intereses y valores de sus miembros, sometidos a las fuerzas externas del mercado y la tecnología (Castells 2002.74).[4]
Como consecuencia de esto, ya no son las iglesias las únicas productoras y proveedoras de los bienes de salvación. A la tipología clásica de Weber (sacerdote, profeta y brujo), en la sociedad de consumo habría que añadir, quizás, la de mercader-informador, como funcionario y administrador de lo sagrado. La postmodernidad no sólo fragmenta los grandes relatos en que se sustentaron las iglesias, sino también su pretendida exclusividad de producción y gestión de los bienes simbólicos de salvación y de las ofertas de trascendencia.
Muchas de las nuevas formas de religión popular de esta ya avanzada transición de siglo adolecen de algunas profundas marcas del imaginario cultural generado en torno al paradigma del mercado. Daniele Hervieu-Leger (1999) señalaba la individuación y la subjetivación de las creencias religiosas como formas de experiencia, expresión y socialización religiosas. Es claro que estas marcas se presentan en parte como coincidentes con la trayectoria de autonomía de las religiones populares de siempre respecto a las propuestas oficiales de las instituciones. Más dudas tenemos – al menos en lo que se refiere a las principales formas latinoamericanas de religión popular – sobre el acento en los rasgos de individuación. Hoy por hoy, peregrinaciones, fiestas patronales, celebraciones mortuorias y otras, siguen siendo eminentemente colectivas y comunitarias aunque el concepto de comunidad enraizado en los diferentes niveles de agrupaciones locales, no coincida con la definición de los teólogos ni con la observación de muchos sociólogos y antropólogos. En el tiempo de las tribus de Maffesoli los indicios del regreso de lo comunitario y de la saturación del individualismo propio de los modelos societarios[5] se presentan como:
Encontrar nuevas formas de colaboración y generosidad, poner en juego y participar de nuevos eventos caritativos y solidarios, he aquí las nuevas ocasiones de vibrar juntos, de expresar ardientemente el placer de estar reunidos o, tomando una expresión frecuente entre los actuales jóvenes, de reventar. Expresión juiciosa que acentúa el fin de la fuerte identidad individual. Se revienta en la efervescencia musical, en la histeria deportiva, en el calor religioso, pero también en un evento caritativo y solidario o en una explosión política circunstancial (Maffesoli 2000:XIX).
Con todo, esto no quiere decir que estas manifestaciones estén eximidas de todos los condicionamientos que impone el mercado pero las manifestaciones no son las mismas. Así como hace ya décadas que quedó superado el prejuicio simplista según el cual América Latina del siglo XX era como la Europa del siglo XIX, no debe suponerse que la postmodernidad impacta del mismo modo en las formas religiosas latinoamericanas. A comienzos del siglo XX, los sindicatos europeos de izquierda participaban de una orientación secularizante y laica; en la primera década del siglo XXI los mismos sindicatos mexicanos peregrinan corporativamente a la Basílica de la Virgen de Guadalupe y en las naves de sus fábricas ponen su altar.
No obstante, es innegable que muchas de las nuevas manifestaciones adosadas a las religiones populares y, a veces, con cierta capacidad movilizadora, se muestran como resultados de iniciativas comerciales de particulares que incursionan en el mercado de lo simbólico con productos adecuados para nichos específicos. Tal por ejemplo el culto ya antiguo a Sarita Colonia en el cementerio de El Callao o a Víctor Apaza (Arequipa), ambos en el Perú o los más recientes a la Santa Muerte o el santo Malverde, en México, relativamente exitosos y demandados en el violento e inseguro entorno del crimen organizado de los últimos diez años. Sin duda, en este mercado compiten no sólo la dinámica de la religión popular, sino también iglesias de diferente pedigree, empresas comerciales e industrias culturales de diverso tipo todas regidas por la forma más salvaje de oferta, demanda y competitividad pero con la suficiente sensibilidad como para detectar nuevos nichos de demanda.
El producto religioso capaz de satisfacer los intereses religiosos (legitimación y moralización) de un grupo-clase de laicos es aquél que le proporciona una especie de sistema de justificación de las propiedades materiales o simbólicas que les son objetivamente reconocidas por el hecho de ocupar una posición determinada en la estructura social. Una comprobación de tal principio se obtiene al observar la armonía sorprendente que existe siempre entre la “forma que revisten las creencias y las prácticas religiosas en una sociedad y momentos dados, y los intereses propiamente religiosos de su clientela privilegiada en ese momento histórico (Bourdieu: 1971:314)”.
Todo esto, a la vez que parece cancelar ciertas reglas de juego del campo religioso tradicional, abre lo que parecen ser nuevas oportunidades. En España, en Semana Santa, según los lamentos de muchos clérigos ya secularizada y paganizada, se organizan frecuentes excursiones de turismo religioso recorriendo, por ejemplo, las rutas del románico o el gótico regionales. ¿Qué parte de experiencia religiosa transportan esos autobuses por los caminos de ese moderno y comercial Via Crucis? Me arriesgo a sospechar que más que lo que los gestores turísticos piensan aunque en formas y lenguajes muy distintos a los que los párrocos desearían. El turismo, entendido como safari cultural, rastrea todo. Como es natural, también encuentra a la religión. Como en la Semana Santa Andaluza, en Perú y México pocos acontecimientos religiosos escapan de la observación del turista nacional o extranjero. Las fiestas patronales con su exhibición de solidaridad religiosa y mercados; las celebraciones en honor de los muertos en noviembre, como demostración de una cosmovisión prehispánica sincretizada; las peregrinaciones multitudinarias, tejidas de sufrimiento voluntario y fe comunitaria en búsqueda de sentido y remedios: y otras cosas. Lo cierto es que a muchas de nuestras observaciones les falta dilucidar qué proporción del espectáculo observado, los artículos artesanales comprados, las fotografías y filmaciones realizadas son mera mercancía y souvenirs y qué parte pertenece a un nivel de encuentro de vivencias interculturales profundas, incluso religiosas.
Como ya se ha señalado, es un dato suficientemente comprobado la pérdida progresiva del capital de autoridad de los aparatos eclesiásticos en el escenario cultural del neoliberalismo y la postmodernidad.[6] Si a esto se añade el reforzamiento de la autonomía de la religión popular respecto a los cuadros jerárquicos, la escasez de liderazgos proféticos visibles (en el sentido de Weber)[7] dentro del catolicismo y la falta de propuestas nuevas para los nuevos retos de la actual coyuntura sociocultural, económica y ecológica del Occidente Cristiano, por parte de la mayoría de las iglesias, entonces debemos reconocer que se abren espacios nuevos para nuevas ofertas religiosas provenientes de oferentes inéditos.
El predominio del paradigma mercado y su promotores del consumo provocan tanto la mercantilización de las formas religiosas como la sacralización de las formas mercantiles como se expresa en diversas manifestaciones en la corriente de la espiritualidad de la prosperidad. Un ejemplo de esto que decimos es la Iglesia Universal del Reino de Dios conocida, en forma abreviada como “Pare de sufrir”, presente en Perú y México. De origen brasileño, esta iglesia es el mejor ejemplo que conocemos de síntesis funcional entre la metodología protestante (organización, liderazgo y Biblia) y la católica (funcionalidad de los símbolos). A pesar de la forma descarada de explotación económica de los sentimientos religiosos (al menos para quien lo observa desde fuera) y del drástico control de las conciencias que hemos podido observar en sus filiales de México, tenemos que reconocer que constituye, quizás, el mejor ejemplo de superación del divorcio entre lo sensorial y lo conceptual del cristianismo que se produjo con ocasión de la Reforma Protestante de Lutero: El pueblo católico siguió sin Biblia y los campesinos alemanes fueron privados de los símbolos que entretejían su cristianismo popular (Turner: 1973:25-26)[8].
“El paradigma de consumo genera nuevas necesidades, exclusiones e incertidumbres que muchas de las veces encuentran refugio en las religiones instituidas. Pero también puede confirmarse que es la misma modernidad la que provoca nuevas respuestas a estas necesidades: trascendencias seculares, ritualizaciones emocionales, creencias basadas y practicadas en el consumo de mercancías y ofertas de superación personal y espiritual” (De la Torre-Gutiérrez: 2006, 25).
Curiosamente, aunque todo se vende, no todo de lo concerniente al tema que nos ocupa, se vende por igual. Los clientes compran mejor las cosas profanas que tienen que ver inmediatamente con sus necesidades corporales (alimento, vestido, salud, trabajo, confort). Entre los símbolos y las ideas, definitivamente, en el mercado de lo religioso, ganan los símbolos articulados en rituales (es decir, el polo orético de Turner); por eso es tan buen negocio la intensa comercialización de símbolos religiosos constantemente innovados de la Iglesia Universal del Reino de Dios, ya mencionada. Pero no se queda atrás la venta de los símbolos y rituales católicos (misas, bautismos, bendiciones, matrimonios, imágenes, etc.). Comparativamente, los libros religiosos se venden poco; frecuentemente se regalan como medio propagandístico. Y, desde luego, seguramente, ya nadie compra un sermón.
En conclusión, podemos decir que mientras el Estado Laico procuró excluir de sus principios operativos toda referencia a lo religioso, el Mercado Libre, desde luego con una lógica más pragmática y menos altruista, ha sabido incorporar lo religioso al inventario de sus mercancías abriendo un nuevo escenario de interacción entre la laicidad y la religión. Pero en un punto coinciden estos dos campos sociales: en ninguno de los dos conservan sus aparatos eclesiásticos la capacidad de imponer sus criterios y, por tanto, ambos constituyen a su modo, dos espacios diversos de laicidad. Ni el judaísmo ni el islamismo pueden impedir que se venda carne de cerdo y vino en los mercados, ni el Occidente Cristiano puede oponerse a que los colegios de arquitectos construyan sinagogas o mezquitas. El mercado se impone por encima de la diversidad y confrontaciones religiosas.
La variable anticlerical de la religión popular
Si en los siglos XVIII y XIX los anticlericales y los defensores del estado laico luchaban por sacar al clero de sus ámbitos de poder e influencia sobre la política, la educación y los comportamientos sociales, entre otros, la confrontación entre clero y catolicismo popular se debe a una pugna entre las pretensiones de monopolio del clero y la voluntad de autonomía en la producción y gestión de los bienes simbólicos de las religiones populares. Todo dentro de un mismo campo religioso. Dado que las pretensiones de los agentes del catolicismo popular van en contra de los intereses del clero y del poder jerárquico, es razonable pensar en términos de anticlericalismo.
“… la monopolización de la gestión de bienes de salud por parte del cuerpo de especialistas religiosos socialmente reconocidos como los poseedores exclusivos de la competencia específica necesaria para la producción o reproducción de un cuerpo deliberadamente organizado de conocimientos secretos, en cuanto factor determinante de la constitución de un campo religioso, va siempre, inseparablemente unida, (concomitante) a la desposesión objetiva de los laicos que quedan desposeídos del capital religioso (como trabajo simbólico acumulado), los cuales reconocen la legitimidad de tal desposesión por el hecho de ignorarla como tal” (Bourdieu 1973:304-305).
En este proceso de despojo y monopolización, los tres tipos ideales clásicos de liderazgo religioso según Weber: el sacerdote, el profeta y el brujo pugnan por el control del campo religioso, pero, finalmente la balanza se inclina hacia el sacerdocio, entre otras cosas, por su estructura de grupo monopólico y por sus alianzas de recíproca legitimación con el poder político. También aquí aparece otro tipo de anticlericalismo: resulta que el profeta y el brujo son esencialmente anticlericales; el uno por lo que tiene de rebelde e innovador y el otro por su permanente pretensión de manipular (dominar) los poderes sagrados y, si es posible, apoderarse del fuego de los dioses.
Como ya lo hemos apuntado, Bourdieu parece dar por sentado que el grupo de especialistas logra su pretensión de monopolio sobre la producción y gestión de los bienes simbólicos religiosos. Esto jamás fue cierto. Si algunas constantes se pueden rescatar en la historia del cristianismo popular son las siguientes:
1.- Persistente actitud de relativización de las pretensiones de control absoluto por parte del clero; 2.- Ejercicio de un amplio margen de autonomía en la conducción de sus representaciones de lo sagrado y en sus prácticas religiosas.
En este punto, entendemos el anticlericalismo como la oposición y resistencia al poder absoluto de la jerarquía católica clerical y pueden distinguirse cuatro principales áreas en las cuales se aprecia esta dinámica:
a. Las creencias y cosmovisión; b. El cuerpo de los rituales; c. El control ético de los comportamientos; y d. La esfera del liderazgo y la gestión.
Todo esto tiene una sorprendente dimensión política, dado que los especialistas solo puede ejercer cabalmente su función de legitimación en beneficio del campo político y del orden social en la medida en que controlan a su feligresía clientelar con la oferta de bienes simbólicos que generan. Esa era la razón por la cual el sincretismo (o idolatrias según los extirpadores) que persistía en el s. XVII en Perú y México no podía dejar indiferentes a los virreyes. Era una cuestión de poder y de control.
No se piense que éste sea un asunto menor. La confrontación entre la pretensión de monopolio y centralización por parte del cuerpo de especialistas (pastores y teólogos) y la terca voluntad de autonomía anticlerical por parte de la Religión Popular es tal, que, por momentos, la Religión Oficial ha visto en ella una real amenaza a lo esencial de su ser y su misión. Después de mucho tiempo (hablamos de siglos) en el que el fenómeno de las tradiciones populares fue prácticamente ignorado o agredido por parte del aparato eclesiástico, fue en la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (Colombia) en 1968, cuando por primera vez un documento eclesiástico oficial dedica al catolicismo popular la atención debida. En su tratamiento, con oscilaciones entre intenciones de conquista pastoral de ese baluarte de resistencia y actitudes de acercamiento y sensibilidad positiva hacia la propia lógica de las culturas populares, aquella asamblea del más alto nivel del catolicismo continental formuló con claridad la amenaza que el centralismo oficial veía en la autonomía anticlerical popular:
Esta religiosidad pone a la Iglesia ante el dilema de continuar siendo Iglesia universal o de convertirse en una secta, al no poder incorporar vitalmente a sí a aquellos hombres que se expresan con ese tipo de religiosidad (Medellín 1968:124).
Monopolio clerical y autonomía popular que se resiste a la pretensión de control absoluto: estos son los términos en que se percibía la principal tensión interna del campo católico. Tenemos derecho a pensar que el plazo temporal de aquella especie de vaticinio sigue corriendo en el reloj institucional. Pero, por otro lado, dicho planteamiento interno nos permite entender mejor el diferente impacto que la laicidad sigue teniendo para el aparato eclesiástico sistematizado sobre la estructura del poder clerical y el catolicismo popular que, por autónomo, inevitablemente tiene un componente anticlerical y, por tanto, una cierta alianza con la laicidad incluyente.
El catolicismo popular ante la laicidad
Cuando a partir de los siglos XII y XIII, la cultura universitaria empieza a abrir ciertas brechas en la cosmovisión sacralizada de la alta Edad Media, aparecen los primeros indicios que apuntan hacia la posibilidd de un ámbito secular que pretende cierta autonomía respecto al poder eclesiástico y al saber teológico. Desde un punto de vista filosófico y teológico, el espacio que hará posible un modo laico de administrar los asuntos de este mundo, se empieza a abrir con los conceptos desarrollados en torno a la teoría de la “doble verdad”, una proveniente de la fe y otra de la razón (Sigerio de Bravante, Galileo, etc.). Esto, dadas las circunstancias, podía llevar a una saludable esquizofrenia cognoscitiva que permitiría el desarrollo de la ciencia sin los frenos de la fe y de sus administradores de turno. Por este camino, la razón humana y el método científico podría inducir al hombre a afirmar la eternidad del mundo, mientras que la fe y la revelación de los libros sagrados enseñan que todo empezó a existir por un acto creador (por ejemplo, en el judaísmo, cristianismo e islamismo). Como consecuencia, se sostenía que, además de verdades religiosas (objeto de la revelación bíblica y de la fe), había otras que provenían exclusivamente de la observación de los sentidos y de la razón guiada por el rigor del método científico, las cuales no obedecían a los principios de la revelación o de la teología, y, por consiguiente, estaban fuera de la competencia de la Iglesia. Aceptada la razón natural (diferenciada de la razón inspirada y condicionada por la fe) como principio fundamental de lo humano, se estaba reconociendo implícitamente su carácter meta-religioso en el plano sociológico de la convivencia humana. Aunque en la administración eclesiástica de la ortodoxia pocas veces se tuvo en cuenta, el carácter supra-confesional de la razón humana se encuentra fundamentado en textos muy claros y poco enigmáticos de la misma Biblia:
“Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos, el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio” (Rom 2, 14-16).
Es claro, por las palabras que nos hemos permitido destacar por nuestra cuenta, que ni siquiera la fogosidad del converso Pablo de Tarso, autor de esas líneas, se atrevía a imponer al conjunto de la sociedad (en su mayoría compuesta por gentiles, es decir, no cristianos) el patrón religioso del cristianismo naciente. Del texto se desprende con claridad que categorías tales como naturaleza, razón y conciencia son tenidas como supra-confesionales y, a la vez, como suficientes para garantizar una convivencia humana respetable incluso desde los criterios cristianos de salvación. El razonamiento que plantea el párrafo citado da pie para aceptar que este primer teólogo del cristianismo no tenía mayor problema en reconocer dos cosas básicas:
Para su Dios, la calidad humana de las personas no dependía de su adhesión al cristianismo;
La posibilidad de una convivencia humana incluyente sobre la base civil de lo que hoy llamamos laicidad, no descansa en la imposición de un determinado credo, sino sobre la racionalidad ética compartida por todos los hombres ya que es por esa misma racionalidad que éstos son ley para si mismos.
Dicho lo anterior, cabe preguntarse con toda razón ¿cómo pudo pasarse de esa apertura conceptual inicial a la estrechez e intolerancia de las guerras de religión e, incluso, inter-eclesiásticas? ¿Cómo pudieron fundamentarse los largos conflictos entre Estados Laicos e Iglesias Hegemónicas por las pretensiones de éstas de querer seguir siendo referencia obligada para sociedades complejas y plurales? Las respuestas pueden ser muy variadas, pero casi todas parecen insinuar que en el fondo de los combates por la laicidad siempre hubo una lucha por poderes, privilegios e influencias muy precisos que fueron esbozándose a través de un largo proceso.
Un hito primordial en ese camino fue , sin duda, Constantino el Grande, primer emperador romano que se hace cristiano (272-337). Así se inició la tolerancia del cristianismo como un culto más dentro del abundante panteón romano. Esta primera etapa de penetración oficial del cristianismo en el Imperio Romano quedó completada, con Teodosio el Grande (347-395), cuando lo impuso como la única religión oficial. De este modo el imperio se hizo cristiano y el cristianismo religión imperial con todos los honores y favores (Edicto De Fide Catholica del 380). Estos acontecimientos marcaron la historia posterior de Europa (Frey 2000:111). Ante esta situación, San Agustín de Hipona (354-430), la gran figura de la época y testigo entusiasta de estos acontecimientos no duda en reconocer en ellos no sólo el triunfo del Imperio Cristiano sobre el paganismo, sino una manifestación del avance de la Ciudad de Dios. Ciertamente, ese optimismo no le duró toda la vida.
La sustancia de la historia del hombre, que es universal porque está unida y dirigida por un solo Dios y a un solo fin, es un conflicto entre la Civitas Dei y la Civitas Terrena. Estas ciudades no son idénticas a la Iglesia visible y al Estado, sino dos sociedades místicas constituidas por dos especies antagónicas de hombres… Como civitas peregrinans la Iglesia se relaciona con los acontecimientos profanos teniendo en cuenta su utilidad relativa para el servicio del propósito trascendente de la construcción de la casa de Dios. pero la civitas terrena juzgada por sus propias normas, está gobernada por la conveniencia, el orgullo y la ambición; la civitas Dei por la regeneración sobrenatural; una es temporal y mortal; la otra, eterna e inmortal. Una se define por el amor a Dios, aun en propio menospecio; la otra por el amor propio a un en menosprecio de Dios (Löwith 1958:243).
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Se puede decir que esta visión providencialista de la Historia formulada por San Agustín predomina en la teología católica tanto de los monasterios como de las universidades hasta tiempos recientes. Después de estos hechos, sigue un largo período de casi quince siglos durante los cuales muchos pueblos entran al llamado Orbis Christianus establecido en el viejo solar del imperio Romano tanto occidental como oriental. La Iglesia consagra o excomulga a reyes y emperadores y con el tiempo se impone como Conciencia de Occidente; su poder es enorme y sus riquezas también. Así llega a los tiempos modernos previos a la instauración del Estado Laico, pero será desde los principios de esta teología de la historia como la Iglesia Católica enfrentará los embates del laicismo.
Desde un punto de vista antropológico de análisis de las sociedades complejas, el concepto de laicidad tiene que ver con el quiebre de la monotonía y homogeneidad de un orden sociocultural sacralizado. No es el Estado Laico el que rompe la homogeneidad religiosa, son la misma evolución de la sociedad y su avance inexorable hacia una mayor división del trabajo social y un creciente pluralismo cultural los factores que en un momento dado, requieren otro tipo de pacto social (solidaridad orgánica, según Durkheim). El surgimiento del Estado Laico no fue otra cosa que la adecuación del paradigma político a las nuevas condiciones socioculturales que se habían producido en la sociedad gobernada por un Estado Confesional y a pesar de él.
Estos antecedentes, aplicados a la política, pueden conducir, tanto a la política maquiavélica del Príncipe como a la ética civil y a la Razón de Estado, antecedente inmediato del Estado Laico. Perdidas las distintas iglesias cristianas del siglo XVI en luchas intestinas por razones de fe y de teologías, el gobernante cristiano visionario solo podía echar mano de la razón natural que, inspirada en la Política de Aristóteles, podía rescatar el principio fundamental del arte de la política: la felicidad de los pueblos. Faltará afinar conceptos y argumentaciones, pero la coyuntura de Luis XIV bien puede ser tomada como la cuna del Estado Laico. Irónicamente, la tolerancia como virtud social de los estados modernos y laicos, no fue predicada por las iglesias que afilaban sus dogmas como armas arrojadizas, sino implantada por Razón de Estado. Desde entonces, laicidad y tolerancia del pluralismo han sido los pilares de todas las sociedades que fueron capaces de construir o, al menos, aproximarse a una convivencia incluyente.
Como culminación de estos antecedentes, en el siglo XIX empieza a establecerse formalmente el paradigma del Estado Laico como expresión política del nuevo contrato social propiciado por la Ilustración. En este proceso puede diferenciarse una etapa de emergencia de la laicidad en el manejo de lo eclesiástico por parte de algunas formas del Despotismo Ilustrado y otra de consolidación que se alcanza con la instauración del Estado No-Confesional y la libertad de cultos. A nuestro juicio, el tema y la práctica de la laicidad han quedado excesivamente cautivos del modelo de Estado No-Confesional que se hace frecuente en los tiempos modernos. Es obvio que circunstancias históricas influyeron en ello. Teniendo en cuenta que la principal batalla fue contra una Iglesia que pretendía conservar el control de la sociedad y la predominancia sobre el Estado que había ejercido durante el Antiguo Régimen, quienes debían gobernar una sociedad plural y garantizar la igualdad de derechos y oportunidades de todos sus ciudadanos, tenían que replegarse exclusivamente a los principios de la ciencia política y regirse por los criterios de la Razón de Estado. Esto implicaba la independencia (no necesariamente beligerancia) respecto a toda religión. Sin embargo, lo que en principio no era antirreligioso, resultó inevitablemente antieclesiástico[9], principalmente por los muchos intereses y privilegios políticos, económicos y sociales que los aparatos eclesiásticos vieron menguados. Aunque, a decir verdad, eso era lo menos religioso que poseían.
Estas tensiones con las iglesias hegemónicas con ocasión de la entrada en escena de los regímenes laicos, provocaron el que los gobiernos se atrincheraran – con acierto dada la coyuntura – en su posición de no-confesionalidad. Pero la beligerancia – a nuestro juicio – hizo olvidar en buena medida el sentido profundo de la opción por la laicidad. Este espíritu que no era otro que el de la Ilustración y del Progreso de los Pueblos, no podía conformarse con la negación de la adhesión religiosa del Estado y su independencia de la Iglesia en cuanto ente político; por supuesto que era indispensable un nuevo estado de derecho incluyente que garantizase un pacto social capaz de acoger en su interior a todos los ciudadanos por encima de las diferencias religiosas. Para esto, entre otras cosas, la laicidad, era indispensable. Sin embargo, lo que desde el punto de vista de la construcción de los Estados-Nación emergentes debería haber sido una verdadera guerra contra las múltiples formas de exclusión del Antiguo Régimen, se quedó casi exclusivamente en una batalla contra la Iglesia y en favor de la laicidad del Estado. Pero no era solo lo religioso lo que impedía la inclusión de todos los ciudadanos en el nuevo pacto social. Naturalmente, para los estados no-confesionales en general y los latinoamericanos en particular, fue mucho más fácil limitar el poder de la Iglesia Católica que el de los grandes terratenientes y mineros conservadores y liberales (muchos de ellos instalados en los gobiernos) que seguían tratando a los indios y campesinos de sus haciendas y minas como si la Independencia nunca hubiese ocurrido. Podemos decir que la Iglesia Católica, en dicha coyuntura, enfrascada en la defensa de sus intereses institucionales identificados erróneamente por muchos de sus hombres con lo esencial de su misión, perdió una gran oportunidad histórica de enfrentar a los Estados No-Confesionales en el terreno de la necesidad de poner las bases para una cultura política realmente incluyente de todos los pueblos y culturas que sus territorios nacionales albergaban. Eso era mucho más que controlar las ambiciones de una iglesia o los buenos modales de todas. Los estados laicos, orgullosos de su no-confesionalidad siguen teniendo una enorme deuda pendiente, no con la Iglesia Católica sino con sus propias sociedades laceradas por mil formas de exclusión. Y si no, que se lo pregunten a las naciones indias de toda América Latina y a los afrodescendientes de Haití, Santo Domingo, Colombia, Brasil y Perú, entre otros.
En este punto sostengo que el tema de la laicidad en sociedades como las latinoamericanas en general, hay que analizarlo con un enfoque en el que se consideren no solo las libertades laicas garantizadas por los estados no confesionales sino también el cruce de las variables del poder eclesiástico y de la peculiar inserción del catolicismo popular en la sociedad y en la cultura. Históricamente, la urgencia perentoria de construir un modelo de Estado Laico, fue sobre todo por la necesidad política de gobernar para todos. Era una necesidad insoslayable para poder crear una sociedad sin excluir a nadie y como casa común. Por lo tanto tenía que crearse un modelo de Estado no solo supra confesional sino supra religioso, porque ya a partir de la Ilustración se convierte en experiencia frecuente la existencia pública de personas no creyentes. El escenario había cambiado radicalmente:
…. se rompe la alianza institucional entre el lenguaje cristiano que expresa la tradición de una verdad revelada y las prácticas propias de cierto orden del mundo. La vida social y la investigación científica se alejan poco a poco de los feudos religiosos. Las afiliaciones a distintas Iglesias, al oponerse, se relativizan y se convierten en determinaciones contingentes, locales, parciales. Se vuelve necesario y posible encontrar una legalidad de otro tipo. Una nueva axiomática del pensamiento y de la acción se instala en un principio como una tercera posición entre las dos Iglesias contrarias (católica y protestante). Progresivamente, esta nueva posición va definiendo el terreno que se descubre debajo de la fragmentación de las creencias (De Certeau, 1993:151).
Cuando un Estado se constituye en Estado Laico, los inmediatamente afectados, son los que tienen el poder de la institución eclesiástica que era la religión oficial; el pueblo que no tenia poder ni ante la jerarquía eclesiástica ni ante el Estado, sigue, prácticamente igual.
Es nuestra hipótesis que en los casos (por ejemplo, el de la Guerra Cristera mexicana) en que el conflicto entre Estado Laico e Iglesia compromete a la masa del catolicismo popular es porque la jerarquía lo ha extendido a la feligresía para fortalecer su causa y engrosar sus huestes en contra del Estado. En sí y en principio, el modelo del Estado Laico no ha tenido mayores problemas con la religión popular porque su laicidad política y racionalista no llega a preocuparse por esas tradiciones, salvo en casos en que algunos funcionarios o agitadores del régimen trasladan el conflicto de poderes a confrontaciones sociales o por otras causas colaterales, como cuando algunos hombres del Despotismo Ilustrado, arremetieron contra la religión popular porque sus supersticiones, supuestamente, se oponían al progreso de los pueblos.
En general, el Estado laico no ha representado mayor problema para estas tradiciones que estaban ya acostumbradas a caminar con suficiente autonomía tanto respecto a sus propios aparatos eclesiásticos como en lo que se refiere a los poderes del Estado.
Paradójicamente, el catolicismo popular ha tenido muchos más conflictos con los aparatos eclesiásticos que con los gobiernos laicos. Cuando estos conflictos se han dado, casi siempre fueron causados por la pretensión de la Jerarquía Católica de controlar o modificar verticalmente las tradiciones populares desde el poder institucional. Por ejemplo, siendo México el país latinoamericano que primero implantó un Estado Laico (con el proceso de las Leyes de Reforma 1833-1860) y el primero en conocer la confrontación de la Iglesia Católica con dicho Estado, se puede decir que el pueblo mexicano que en su mayoría participa de los esquemas conceptuales y de las prácticas de la religión popular, por lo general ha sido siempre tan juarista[10] como católico, y, en cierto modo, tan católico como anticlerical, en el sentido que hemos explicado anteriormente.
El Estado laico aunque parezca paradójico, representa una instancia de protección de la autonomía de la religión popular y sus instituciones (cofradías, sistemas de cargos, fiestas populares, administración de los templos y lugares sagrados, liderazgo popular, etc.) respecto a la permanente pretensión del aparato eclesiástico por administrar y dominar verticalmente el campo de la religión popular.
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[1] Como en otros de nuestros escritos, en este trabajo nos referiremos indistintamente a cristianismo popular, catolicismo popular, religión popular, religiones populares, etc. . Sin embargo, la realidad básica de referencia serán siempre las diversas formas como los marginales del universo cristiano-católico se han apropiado de ciertos elementos del cuerpo ritual y doctrinal del cristianismo articulando con ellas una buena parte del sentido de su vida.
[2] En toda la historia de la Iglesia Católica, no conocemos ningún otro periodo en el que tan sistemáticamente y durante un pontificado tan extenso como el de Juan Pablo II, se haya practicado una política de selección-segregación ideológicas de un determinado tipo de pastores, teólogos, obispos y cardenales en función del modelo de Iglesia centralista y autoritaria que se quería y se logró implantar. De ese modo, quedó controlada (si es que no erradicada) la imaginación liberadora de muchas iglesias nacionales latinoamericanas. El caso más llamativo de este proceso es sin duda el secuestro de la iglesia peruana por parte del Opus Dei debidamente impulsado y sustentado desde Roma. A nivel general, el mismo proceso llevó a la elección casi unánime y continuista del actual Papa Benedicto XVI, custodio de la ortodoxia y arquitecto del modelo. Sin duda era el candidato más indicado para continuar el proyecto iniciado. Algún día se podrá realizar un balance de los costos institucionales que esta aventura integrista todavía no concluida está teniendo para la Iglesia Católica y para su misión en el siglo XXI.
[3] Aunque nuestras citas son traducción del original en francés citado en la bibliografía, existe una reciente versión castellana de este trabajo en la revista Relaciones (Nro. 108, 2006) del Colegio de Michoacán (Zamora).
[4] En relación con este punto, puede verse también una buena parte de la abundante obra de este autor que ha trabajado extensamente los temas relacionados con información, mercado y culturas urbanas. Algunos de sus trabajos son mencionados en la bibliografía.
[5] Se toman los términos comunitario y societario en el sentido que les da F. Tönnies (1947 ) en la topología de su clásica obra Comunidad y Sociedad.
[6] Válido sólo para los aparatos eclesiásticos cristianos (tanto católicos, como ortodoxos, protestantes y anglicanos pero no para los islámicos). Tomamos el término iglesia y, por tanto, también el de eclesiásticos, en el sentido que le da E. Durkheim refiriéndose a la comunidad religiosa de cualquier religión.
[7] Es notoria, por ejemplo, la hostilidad con que la Iglesia Católica ha amordazado a su profetas desde el inicio del pontificado de Juan Pablo II, censurando a sus teólogos más. brillantes y abiertos a la cultura moderna, privándoles de cátedras, prohibiéndoles enseñar y publicar, apartándolos cuidadosamente de cualquier cargo de cierta influencia, etc.
[8] V. Turner, en sus análisis del simbolismo, diferenciaba lo que él llamaba polo orético-sensorial y racional-ideológico para referirse a los diversos lenguajes rituales que desencadenan preponderantemente emociones o ideas, respectivamente.
[9] En este trabajo entendemos por iglesia o aparato eclesiástico – a diferencia del sentido más noble que tiene para la teología – la estructura organizacional que adoptan las religiones, cuando, inevitablemente, al desaparecer sus líderes carismáticos fundadores, se organizan para durar en el tiempo. Dicho proceso, implica una inserción insoslayable en la dinámica social y, hacia dentro, la configuración de liderazgos y poderes, así como alguna forma de compromiso de éstos con los intereses mundanos.
[10] Benito Juárez, es el ícono emblemático del México independiente y del Estado Laico que implantaron los liberales de mediados del siglo XIX.
[11] Investigador de la Fundación Joaquim Nabuco (Recife, Brasil) y profesor del Posgrado en Ciencia Política de la Universidad Federal de Pernambuco (Brasil).
[12] Investigador de la Fundación Joaquim Nabuco (Recife, Brasil) y profesor del Posgrado en Ciencia Política de la Universidad Federal de Pernambuco (Brasil).
Texto enviado por José Luis González M. (ENAH-INAH): joteluma@gmail.com